Pasan los años y los dolores hacen mella y dejan astillas que lentamente me retiro con paciencia de las manos.
Los temores los reconozco cuando están más paralizantes, aunque cuando los descubro puedo sentir que es una “reja” por la que decido saltar para simplemente “ver qué hay del otro lado”.
Las responsabilidades parecieran cada vez más pesadas y menos suprimibles a los ojos de los otros, pero ante los míos las cosas se alinean cada vez mejor.
Obligaciones por compromiso no son una opción en mi agenda. Obedezco a mi bienestar y me alejo de círculos sociales que no me vibran.
Cada vez tengo menos vergüenza de hacer papelones y de rechazar momentos. No necesito estar en todos lados.
Algunas ausencias me generan alivio, otros despidos, aunque necesarios, me producen dolor.
Las injusticias las veo y sigo sin justificarlas; son los vacíos en los que el mundo no se encarga de enfocar la atención, o simplemente soy yo que pierde energía en enfocar atención en un sitio innecesario.
Tengo la atención más dispersa.
Empiezo a reconocer que hay algunos caminos que no quiero transitar de la mano de mi mente, pero si del corazón.
Aprendí a soltar las riendas, a tener estrategias ante los enredos mentales en los que a veces caigo, “rotondas musicales” les llamo, son canciones que se repiten una y otra vez, a veces por horas, a veces por instantes.
Reconozco que con el tiempo voy cambiando la manera en la que pienso íntimamente cuando hablo con otro.
Ya no tomo las verdades ajenas como absolutas ni siquiera en el silencio de mi mente. Cada vez invierto más en mi crecimiento y bienestar, cuando antes me parecía bastante egoísta. Como si el egoísmo fuera una mala palabra siempre.
Cada vez invierto menos en ayudar a quien lo busca y no lo toma. Ese complejo de “salvador” me hace creer que soy útil por lo que hago, no por lo que soy.
Observo que son cada vez menos las personas que escuchan, pero son más las que quieren ser escuchadas.